SOCIEDAD / Moral y Justicia


Resulta curioso que en las comunidades donde el sincretismo no ha calado tan hondo, y por el contrario, nos hallamos ante un solo código moral que impone su supremacía; este mismo es defenestrado como fuente de juicios axiomáticos y sus preceptos violados constantemente.
Así, en sociedades que se reconocen a sí mismas como profundamente cristianas o católicas, principios cardinales de esa religión, tales como la caridad y el amor al prójimo son depuestos como prioridades de quienes la profesan; convirtiendo a su fe en un elemental conjunto de rituales formales que se efectúan con cierta periodicidad, pero que poco y nada ayudan a desarrollar la espiritualidad de sus practicantes.
En la mayoría de los casos no existe un compromiso serio para con la religión a la que se dice pertenecer. No hay estudio, duda o investigación respecto del origen de los dogmas, tampoco debate de ideas y posturas, y su injerencia en los mecanismos de poder que consolidan el status quo. Pero tampoco existe siquiera una responsabilidad auténtica en pretender defender y guardar los preceptos morales que impone.
Aun fuera de esta posición que solo entroniza a la hipocresía y la banalidad como grandes motores culturales del posmodernismo (incluida la creación artística); quizás lo grave de tal marco se manifiesta cuando tal superficialidad se institucionaliza.
Es entonces cuando la administración de justicia, en complicidad con la comunidad a la que alega proteger y resguardar, señala y le da una cara al miedo. Le da nombre, apellido y domicilio, lo circunscribe a los escenarios de la marginalidad y de este modo justifica que las prisiones estén atestadas de pobres. Los encargados de administrar justicia, dejan de ver circunstancias y realidades para darle paso a la frialdad de los datos en abstracto.
La empatía se convierte así en una noción completamente desconocida. En tal orden de ideas, un juicio, entendido como proceso para guiar e impartir justicia, se aleja diametralmente de tal concepto para convertirse en un mero mecanismo de dilatación temporal, donde resultará airoso quien posea mayor cantidad de recursos (léase abogados astutos y muchas veces inescrupulosos, capaces de tomar ventaja de los tecnicismos y contradicciones propios de un proceso civil, penal, etc., como de dar las interpretaciones más desopilantes a los preceptos legales por los que dicen regirse). Ser capaz de garantiar un juicio justo es reemplazado por el cumplimiento irrestricto de sacramentalismos que benefician la longevidad de los procesos sin que se pueda obtener un fallo ecuánime.
Los circuitos de la criminalidad (tanto a pequeña como a gran escala) entran entonces en una disputa por tomar el control de tales recursos, ya que advierten como la justicia se ha trivializado y son solo unos pocos (generalmente las víctimas que han experimentado en carne propia las contradicciones e injusticias de tal sistema) realmente abocados a que el funcionamiento de la misma se modifique, para hacerla más eficiente y donde exista una auténtica reparación del daño; idea mucho más conveniente y abarcadora que el castigo per se del criminal.
Considero entonces que las comunidades que han minimizado el efecto de la moral y la ética dentro de su desarrollo personal y en todos los órdenes en que puede desplegarse el espíritu humano, que reniegan de otras construcciones morales o religiosas, negando de cuajo sus principios y que solo toman a las religiones como grupo de actos protocolares; tienen un camino largo y tortuoso para poder obtener una justicia reparadora y ajustada a los intereses populares.

por: Juan Manuel Juarez / ILUSTRACIÓN: Julien Guinet